Irina, de Kiev

 

Diana no se llama Diana, naturalmente: su nombre es Irina y nació en Ucrania. Cree que su nombre falso resulta más sexy pero yo le explico que no, que Irina es un nombre exótico y sugerente, se lo repito de vez en cuando sin convicción ni esperanza porque sé que a sus clientes les importa una mierda si se llama Diana o Irina o si no tiene nombre y ha caído de Júpiter. Como a todas las chicas, si es negra la llaman negra y si es del este la llaman rusa, y con eso vale. La negra de la plaza, la rusa del cruce… Irina es la rusa de la esquina del restaurante.

Yo nunca le he pagado un polvo a Irina ni pienso hacerlo, por una postura ética pero también por una razón práctica: a Irina le gusta cocinar. Algunas mañanas, cuando ya han terminado los desayunos y aún no es la hora de adelantar menús, me siento con
Irina en el borde de la acera y hablamos de comida.

-Los blinis se pueden hacer con casi todos los pescados. Mi madre los hace con salmón, pero yo los prefiero con arenque y huevas, como le gustaban a mi padre, y cocinados al horno en vez de fritos, porque llenan menos. Pero claro, cada uno tiene sus gustos.

Un polvo pagado disiparía nuestra extravagante amistad y no tengo demasiados amigos con los que hablar de cocina.

Irina habla buen español porque estudia Hispánicas en su país. Viste poca ropa o ropa ajustada, según el clima, y con frecuencia me descubro sentado, con mi blusón blanco y mi gorro de cocinero conversando de blinis y leche amarga y bizcochos borrachos con una chica en tanga y con tacones de aguja, que se coloca el bolso sobre las rodillas, quizá por pudor, quizá como un aviso de que está en su hora de descanso y no admite pedidos.

Se permite estos ratos de ocio porque no trabaja para nadie. Es una profesional independiente, algo inusual entre las chicas, sea cual sea su nacionalidad, que siempre tienen detrás un grupo de fieles protectores muy celosos de su rendimiento laboral. Eso sí, Irina paga un dinero por el uso exclusivo de su esquina. Yo pago el alquiler de mi local y ella paga sus metros de acera: la lógica implacable del mercado, el orden de la mano invisible que ajusta y regula e impide que surjan problemas entre las putas, que tienen establecido de manera estricta su sitio y su horario. Adam Smith como vacuna contra la anarquía.

Irina trabaja por temporadas. Durante seis meses explota su éxito a unos metros de mi restaurante; los otros seis meses del año gasta sus ahorros en Kiev, estudia Filología, compra regalos a sus sobrinos, trata a su madre como a una reina, se acuesta de vez en cuando con algún novio fugaz que tiene que ganarse el premio, vive como una mujer alegre y despreocupada. No todo el mundo tiene la valentía de pagar con la mitad de su vida la felicidad de la otra mitad.

Una noche, hace varias semanas, invité a Irina a cenar en mi restaurante. Estábamos solos y cocinaba ella. Borscht caliente. Creo que estaba bueno, pero yo no lo había probado nunca y no tenía con qué compararlo. Irina se había cambiado su ropa de trabajo y vestía un vaquero, zapatillas deportivas, camisa blanca, el pelo recogido en una coleta. La Irina de Kiev ennoblecía un humilde restaurante de polígono.

Muchas horas más tarde, cuando ya habíamos bebido más de la cuenta y nos habíamos mentido nuestras vidas, y cuando nos habíamos arrancado alguna confesión que parecía sincera, la acompañé a su casa. Ante su puerta, despejados por el frío y por el paseo, me regaló dos besos, uno en cada mejilla, y se despidió desde la ventana agitando su mano.

Creo que Irina también sabe en qué consiste nuestro amor.

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