Rilke, o el arte de hacerlo todo de una sentada

A los genios les suceden estas cosas. En la mañana del 21 de Enero de 1912 paseaba el poeta Rainer María Rilke por los jardines, suponemos que suntuosos, del Castillo de Duino, en el que residía invitado por la princesa Thum und Taxis, cuando oyó una voz que le susurraba al oído las siguientes palabras: “¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes angélicos?” (bueno, no escuchó estas palabras exactamente; la frase le cayó del cielo en alemán). Se había desencadenado una fuerte tormenta, por lo que el poeta anotó en la libreta que siempre portaba este inigualable verso inicial, para retirarse a  continuación a sus aposentos y escribir esa misma tarde la primera de las diez elegías de Duino.

Para la composición de las nueve restantes hubo de esperar a la musa diez largos años.

rilke

En esa década, Rilke vivió durante periodos más o menos prolongados en París, Munich, Venecia, Ronda y hasta cuarenta lugares más. Visitó Madrid y Sevilla (no le gustaron) y un buen número de ciudades en toda Europa, porque, hay que decirlo, Rilke no paraba quieto. En una época anterior al avión, las autopistas y la alta velocidad ferroviaria, viajar con la frecuencia que lo hacía el poeta constituía una ocupación en si misma, que en su caso no interfería con ninguna otra, pues Rilke fue un poeta a tiempo completo, con apenas un par de breves empleos conocidos: trabajó como profesor durante unos meses, y algún tiempo como secretario del escultor Rodin, para el que se comprometió a trabajar dos horas enteras cada día. Punto y final.

Antes de la revelación de Duino también viajó mucho, esto siempre, y estuvo casado durante un año, entre la primavera de 1901 y la de 1902, con la escultora Clara Westhoff -ella le presentó a Rodin-, breve convivencia matrimonial que les fue suficiente para tener una hija, Ruth, con la que no hace falta decir que Rilke no mantuvo nunca estrecha relación. Dada la dedicación plena del poeta al cultivo de su arte la separación fue una buena decisión para los tres.

Además de maravillarse ante la belleza indiscutible y misteriosa de sus versos, aquellos que se interesan alguna vez por Rainer María Rilke suelen coincidir en una inevitable pregunta: y este hombre, ¿de qué vivía? Conviene aclarar que anduvo mal de dinero toda la vida. No poseía fortuna familiar (su padre fue militar de joven, y luego ferroviario). Si pudo mantener su frenético ritmo viajero y su fidelidad inquebrantable a la creación lírica fue por la colaboración devota de una serie de damas aristocráticas y adineradas.

Su atractivo físico era más bien escaso, no van por ahí los tiros. Pero la pureza de su pasión poética ejercía una atracción innegable entre una legión de señoras de apellidos interminables (baronesa Alice Fähndrich von Nordeck zur Rabenau, y así todas; excusen que no complete el listado). Compuso su obra en habitaciones de castillos y palacios en los que se instalaba, a veces más tiempo del deseable hasta para un invitado tan querido como él; también, justo es decirlo, en vagones de tren y en pensiones no siempre confortables. Parte de la Sexta Elegía la compuso en Ronda, en el hotel Reina Victoria, donde parece ser que se conserva más o menos como en el momento de su visita la habitación que ocupó el poeta (yo no la he visto, pero me lo creo).

Bien. Han pasado diez años desde la tormentosa mañana de Duino, y Rilke ha paseado con mayor o menor desesperación el bloqueo que le impide completar la que él sabe que podría ser su obra magna. En el verano de 1921 se instala en el Castillo de Muzot, en Valais (Suiza). El castillo es en realidad un edificio mal conservado, frío e incómodo, pero a Rilke le agrada la soledad y el aislamiento que le proporciona. Uno de sus protectores, Werner Reinhart (no siempre eran mujeres), compra el castillo para regalárselo, evitándole así el engorroso trámite del alquiler mensual. En los meses finales de 1921 renuncia, primero, a recibir visitas; a continuación, promete no volver a escribir cartas (escribió muchas a lo largo de su vida); por último, despide a la criada que va a ayudarle cada día. Queda, pues, en el más absoluto de los aislamientos.

Llega el día 2 de Febrero de 1922. Soledad y silencio. El frío del invierno suizo. Come lo que produce en un pequeño huerto, apenas nada. Y acaece el milagro. Después de una década a la espera, entre el día 2 y el 11 compone los diez poemas de la Elegía (hasta entonces tenía completo el primero, parte del segundo y parte del sexto, y nada más), según explica por carta a la princesa Thum und Taxis y a su amiga y ex amante (y ex alumna de Freud) Lou Andreas Salomé. Como el torrente de la inspiración parece que le llega de forma caudalosa, entre el día 11 y el 23 aprovecha para escribir los ¡55! sonetos a Orfeo, completando así, en solo 22 días, dos catedrales construidas con palabras que han engrandecido el por tantas razones miserable siglo XX. Acabada su obra, exhausto pero feliz, gira alrededor de la torre que ocupa en Muzot, acaricia los helados muros con la yema de los dedos, siente quizá que el mundo está bien hecho y que la espera ha merecido la pena.

Muere el 29 de Diciembre de 1926, en Valmont. Poeta hasta el fin, escribe un epitafio de significado hermético, bello y sugerente como corresponde a quien hizo de la poesía su único destino.

Rosa, oh contradicción pura en el deleite

de ser el sueño de nadie bajo tantos

párpados.

Cosas de genios.

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