Las florecillas del amor, en Irreverentes

Mi cuento Las florecillas del amor , una historia místico-lisérgica, publicada en Irreverentes. Si queréis leerlo en la revista, dejo enlace en la imagen.

irreverentes

 

Y a continuación, el cuento completo:

 

LAS FLORECILLAS DEL AMOR

 

1.

Antes de dedicarse a cultivar el huerto de su espíritu el hermano Matías trabajó en la banca. En su vida anterior había llegado a director de la sucursal en Madrid de una pequeña caja de ahorros catalana que, años más tarde, tras ser fusionada y arruinada, protagonizó portadas de periódicos y cabeceras de telediarios; sus directivos, una desigual combinación de pijos con Máster, agricultores con nutrida cuenta corriente y sindicalistas hastiados de tanta lucha obrera y tanto mitin, posaron sus ilustres traseros en el juzgado, vocearon su inocencia ante las cámaras, aseguraron sus pensiones y al cabo, como el valentón del poema, fuéronse y no hubo nada.

Para entonces, ya hacía años que Matías había abandonado su empleo. Una noche, tras otras muchas noches de zozobra seguidas de interminables días de abatimiento, había recibido de modo repentino el don de la iluminación. Le llegó como llegan estas cosas: no como el fruto de una elaborada reflexión, sino como un fogonazo de sabiduría y conocimiento. Abandonó trabajo, casa y ciudad y se instaló en el monte, en una casa derruida que reconstruyó con sus manos. Tenía un pozo con agua, una tierra que podía cultivar, y le rodeaban una paz y un silencio arcádicos.

¿Qué más necesitaba Matías? Nada.

 

2.

Una mañana, en el mercadillo semanal del pueblo más cercano, Matías conoció al hermano Peio y al hermano Herbolario. Peio y el Herbolario llevaban unas semanas vagando de aquí para allá; habían salido juntos de prisión y los dos tenían motivos más que suficientes para no regresar a aquel lugar del mundo que podían considerar su hogar. Encontraron con Matías, primero, un lugar donde comer y dormir; y después de un par de semanas, a un hombre santo en el que podían confiar y al que obedecían ciegamente.

En cuanto a Matías, consideraba el encuentro con los dos discípulos como una tarea que el Altísimo le encomendaba: recibidas paz y sabiduría, ahora debía compartirlas.

Con el tiempo, otros se unieron a él. Eran, en general, gente perdida, ovejas descarriadas que no tenían nada fácil incorporarse a ningún rebaño, y que hallaban junto a Matías algo que habían perdido o que posiblemente no habían tenido nunca: una forma de conducirse por la vida y un guía que no iba a fallarles.

Vivían una vida sencilla. Comían lo que sacaban de la tierra y lo que producían los animales de su pequeña granja; también, hay que decirlo, lo que cazaban y pescaban de manera furtiva. En cuanto al dinero, lo poco que necesitaban llegaba gracias a la producción y venta de ciertas sustancias elaboradas por el hermano Herbolario, que debía su apodo a la pericia en el cuidado de plantas y hongos no aptos para uso culinario. Ajenos a la crudeza del mundo, que no les había tratado bien, gozaban de una existencia inocente y primitiva, su espíritu entregado a las sabias palabras del hermano Matías.

Hasta aquella tarde en que les cayó del cielo una nueva misión que no podían eludir.

 

Fue en la plaza del pueblo donde Matías y el par de hermanas que le acompañaban encontraron el tumulto. Frente a la fachada de una casa se encontraban tres coches de la Guardia Civil, gente que repetía las frases y cantinelas que dictaba un individuo con un megáfono,  y un nutrido grupo de curiosos que observaba la escena con la atención esperable en los habitantes de un lugar en el que nunca ocurría nada de nada.

–          ¿Qué sucede?

–          Un desahucio – respondió uno de los paisanos que, palillo en boca, se apoyaba en un muro de los soportales que rodeaban el edificio del ayuntamiento.

Una señora apareció gritando en una de las ventanas.

–          La dueña de la casa – continuó el informante. – Bueno, la dueña no, porque no ha pagado. Ahora el dueño es el banco.

Matías permaneció inmóvil unos minutos, observando. Al cabo preguntó a sus discípulas:

–          ¿Qué veis?

–          Una mujer que grita, y mucho alboroto – respondió, dubitativa, una de ellas.

–          Pues yo veo dolor. Y no soporto el dolor. Vámonos.

Aquella noche, volvieron la zozobra y el malestar que ya tenía olvidados. Y volvieron muchas noches después de esa. Por la prensa, por la radio, por la televisión (que a duras penas podía sintonizarse en el monte), supo Matías que aquella escena de la plaza del pueblo se había convertido en algo común.

Vagaba por el campo, solo. Y cuando los hermanos le preguntaban, respondía siempre la misma palabra: Dolor.

Y entonces le vio. Ni él ni ninguno de los hermanos le habían votado, ni habían votado a nadie, ni sabían cuándo se habían celebrado las elecciones. Pero aquel tipo era el Presidente. Matías conocía bien a los bancos y aún recordaba algunas cosas de los políticos, y sabía de lo que hablaban, y lo que escuchaba no era bueno. “El país necesita… no podemos gastar… moderar el gasto en pensiones… medicina… inmigrante… el Presidente de la Comisión… la Primera Ministra que nos visitará en tres semanas…”

Tenía que hacer algo, pero no sabía qué, y sufría por ello.

El dolor. El puto, el asqueroso dolor de la humanidad.

 

4.

– Hemos vivido felices, ajenos al mundo exterior. Pero he recibido un mensaje. Al       principio no supe reconocerlo. Soy limitado, hermanos. Pero he visto la luz, y debo anunciaros una verdad gozosa: tengo un plan.

En realidad, la idea había sido del hermano Peio. Si el problema era que aquel tío de la barba iba a firmar un documento con aquella tía gorda, bueno, lo que debían hacer era evitarlo, y asunto resuelto. La imposibilidad de tener acceso al Presidente del Gobierno constituía un detalle ajeno a la compresión del hermano Peio; y, sin embargo, la sencillez del planteamiento encerraba una verdad pura, un mensaje esencial que no podía descartarse sin más. El Altísimo esperaba algo de ellos, esto le resultaba obvio al hermano Matías. ¿Y si había decidido hablarle a través de la voz de otro hermano, y no directamente? ¿No podía ser que aquello que proponía la mente sencilla del hermano Peio fuese exactamente lo que se les ordenaba?

Caviló. Y recordó la ocasión en que el hermano Herbolario le habló de las florecillas del amor.

–          Son unas plantas cojonudas. El problema es que sólo crecen en ciertas montañas del sur de Méjico, y son muy escasas y difíciles de conseguir. Pero existir, existen. Me habló de ellas un mejicano que pagaba pena conmigo, en Burgos, un tío legal. Por lo visto, te impiden hacer nada que no consideres realmente bueno. Si sabes que una cosa está mal, la que sea, no puedes hacerla. Te anula. No puedes hacer nada malo. Te obliga a cuidar de tus semejantes, por decirlo de alguna manera. ¿No es alucinante?

Se trataba de una posibilidad remota, pero…

–          No, hermano, el tío no volvió a Méjico. Se casó con una gallega y tiene un restaurante tex-mex en Verín. Y por supuesto que podemos ir a visitarle.

 

5.

–    Se necesita muy poquita cantidad. Con nada que tomas ya hace efecto. Basta con unos gramitos de la planta, no más.

–  Pero, ¿has llegado a probarla?

El mejicano bajó la voz y sonrió, una sonrisa bobalicona.

–          Vaya si la probé. No hay una cosa como esa, se lo aseguro. Lástima que haya tan poquita… Además, el efecto se pasa. Si fuese duradero, con una infusión de estas flores estaríamos todos arreglados, no andaríamos por ahí dándonos trompadas unos a otros.

Y luego:

–          ¿Un kilo, dice? Pero eso es imposible. Una bolsita quizá pueda conseguirle, pero será difícil. Y caro.

–          Consigue la bolsa y no te preocupes por el dinero.

 

6.

El día anterior al encuentro con la Primera Ministra, el Presidente inauguraba el aeropuerto de Segovia. Las hermanas, con larga melena lisa, y ataviadas con un favorecedor traje de chaqueta azul, le acercaron la galleta, sorteando el brazo del escolta.

–          Elaboración ecológica, señor Presidente.

Había cámaras y la palabra ecológica resultaba de lo más conveniente, por lo que el Presidente engulló la galleta de un bocado.

–          Riquísima – sentenció.

–          Tenga, una cajita, para que desayune mañana.

Más tarde, el hermano Herbolario no soportaba la duda.

–          Hermano Matías, ¿y si no come esas galletas en el desayuno? Con lo que ha comido hoy, no hacemos nada. Si acaso, que le eche un polvo a la mujer esta noche, todo lo más.

–          No nos queda más que la fe. Si las come o no, lo sabremos mañana.

 

7.

(Si la izquierda ha utilizado tradicionalmente la manifestación y la huelga como formas de combate incruento, la derecha ha descubierto la utilidad de la tertulia televisiva para el cumplimiento de los mismos fines. El objetivo no es, por tanto, la reflexión acerca de los temas planteados: la tertulia es, en este caso, una manifestación al por menor, un tumulto de cuatro o cinco individuos sentados en torno a una mesa.)

 

8.

Tertulia de Intereconomía:

“El Presidente parece relajado”

“Es un día crucial, muy importante. No cabe duda que con los sacrificios se ha recuperado la confianza de los Mercados”

“Bueno, ha llegado el momento”

“¿Qué dice? ¿Cómo que no…?”

“Dice que no firma nada. ¡Que ese papel es una mierda!”

“Pero ¿qué coño hace? ¡Un beso! ¡Un beso de tornillo a la…!¡Cortad la emisión de una puta vez!”

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