Torrijas de leche, en Irreverentes

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En cierto modo, la culpa fue de los geranios. El geranio es una planta dura y agradecida a la que le bastan unos centímetros de tierra y una miseria de agua para mantenerse lozana y producir flores vistosas, características que hacían innecesaria la presencia de Marga en el balcón, a las cinco de la tarde, regadera en mano. Las macetas de flores convertían el pequeño balcón en una versión reducida de un frondoso jardín con el que Marga soñaba y que, bien lo sabía, no podía permitirse; destacaban en la fachada (ladrillo marrón, tres alturas) como una mancha de color que irradiaba alegría a la grisura que la circundaba. Marga se sentía orgullosa de sus plantas.

Y de sus croquetas.

Durante la hora anterior al preciso instante en que decidió lavarse las manos y asomarse a la calle, se había dedicado a dar forma a la bechamel y a envolverla en pan rallado. Croquetas de jamón para cenar. Entonces oyó el tumulto y se dijo: voy a echar un ojo a los geranios; pero lo que realmente quería era observar la manifestación, claro.

Hasta dos años antes, el barrio había sido un pueblo con ayuntamiento propio; un pueblo que había crecido con la instalación de las fábricas en los años 60 y, junto a las fábricas, las casas para los trabajadores que llegaban del campo con el propósito de encontrar un empleo mejor. Grandes empresas con espíritu paternalista ofrecían hogares humildes pero cómodos a sus empleados, a cambio de un modesto alquiler y de una fidelidad impermeable a la crítica. Pero en 1977 las circunstancias eran ya muy distintas. Los trabajadores reclamaban derechos en lugar de obsequios arbitrarios, y las empresas ya no necesitaban una mano de obra tan abundante. El resultado: despidos, huelgas, encierros y manifestaciones.

Cuando escuchó los disparos de las pelotas de goma, y las carreras sustituyeron a los gritos y las consignas, Marga decidió que era la hora de regar. Las manifestaciones discurrían por la avenida principal del barrio, pero un nuevo edificio de viviendas le limitaba la visión. Sin embargo, cuando la policía empezaba a emplearse a fondo y a los manifestantes les llegaba la hora de escapar, su calle proporcionaba una salida natural, y ahí tenían Marga y sus vecinos asientos de primera fila.

Esta vez el espectáculo resultaba intolerablemente violento. Marga tenía cincuenta y dos años, ya había vivido lo suyo, y no se arredraba con facilidad. Entendía los riesgos de las protestas: su propio marido había llegado a casa, unos meses atrás, con la marca de un buen golpe de porra en la espalda y un punto de dolor que le impidió estirarse durante varios días; tan contento por haberse convertido en otra víctima de la represión del Estado sobre la clase obrera que reclamaba un nuevo papel de protagonista en la historia y esto y lo otro: a Marga no le interesaba en absoluto la parte teórica. Aceptaba las reglas del juego: unos protestan, otros se encargan de mantener el orden, y ya veremos en qué termina la cosa. Pero lo que tenía debajo de su casa y de sus geranios era una paliza brutal, un abuso de fuerza inútil y absurdo. El apaleamiento de un ser indefenso (un hombre, una mula, un perro) resulta una visión humillante ante la que el observador se siente o impotente o cobarde, según sean las causas que le impidan intervenir.

El problema es que Marga nunca se dejaba humillar y, desde luego, no era una mujer cobarde.

-Ya está bien, hombre, dejad al muchacho, que ya le habéis dado bastante.

Los dos antidisturbios ni siquiera volvieron la cabeza y continuaron con su descarga de golpes sobre el fardo que se acurrucaba contra la pared, la cabeza cubierta con los brazos, las piernas desmadejadas y rendidas. Con el fin de lograr un movimiento más eficaz de su herramienta de trabajo uno de los agentes cambió su posición, de manera que su espalda quedaba ahora apenas a tres metros debajo de Marga, en la vertical del borde del balcón.

Marga cogió la maceta que tenía en el suelo, con tierra pero sin planta, preparada para recibir el esqueje; la apoyó en la barandilla y la dejó caer. El policía se desplomó. Su compañero levantó la mirada, pero no hacia las ventanas y los balcones, sino hacia el cielo, como si el proyectil hubiese caído de las nubes;  oteó unos segundos y al fin, consciente de que aquella maceta no tenía un origen cósmico y que éste debía encontrarse en un lugar más cercano, reparó en la mujer que los miraba, los ojos como platos y la boca abierta, más sorprendida que asustada. Celoso de su cometido como garante del orden, pasó por encima de su compañero sin preocuparse por su herida y se encaminó con paso firme a la entrada del portal, donde procedió a patear la puerta cerrada y a aporrear los botones del portero automático.

——

-¿Tú eres consciente de la que has podido liar?

El guardia civil repetía la pregunta por tercera vez, pero no esperaba respuesta. Marga paseaba de la cocina a la sala, concentrada en sus tareas y en sus propios pensamientos, mientras su marido movía la cabeza en una negación constante y tenaz que no se refería a nada concreto: no andaba muy animoso en los últimos tiempos, quizá se trataba de una negativa sumarial a las cosas del mundo.

-¿Quieres un vino? – preguntó Marga desde la cocina.

-Un culito nada más, que voy de uniforme.

Como la transformación administrativa de pueblo en distrito era reciente, el barrio aún tenía cuartel de la Guardia Civil y no Comisaría; una ventaja para Marga, dadas las circunstancias, porque el oficial al cargo del puesto era amigo desde siempre, y ahora se encontraba sentado en su sofá con más cara de acusado que de acusador.

– Mira, Margarita, da gracias a Dios porque el agente llevaba el casco puesto; podía haberse quedado en el sitio, mira tú que gracia…

-Tampoco hay que exagerar, Ramón – intervino el marido, por decir algo, para retomar de inmediato su vaivén craneal.

Marga dejó el vino en la mesita de centro, con un par de croquetas.

-Riquísimas. Eso sí, no te quedan como le quedaban a tu madre. – Ramón había perdido a su madre de niño y se había quitado mucha hambre en la cocina de la madre de Marga, antes de iniciar su carrera en el Cuerpo. – He podido arreglarlo, pero me ha costado pedir favores en Comandancia, ya puedes dar gracias.

-Gracias – respondió Marga, con sorna.

-Eso sí: lo siento en el alma, pero tengo que detenerte y vas a pasar la noche en el calabozo del cuartel. Entiéndelo… algo tengo que ofrecer a los de la Policía, que están cojonudos, y con razón.

Marga empezó a mover cacharros en la cocina, con mucho ruido y sin necesidad, lo que era una forma de decir que ahora sí estaba enfadada.

-Mira, Ramón, yo ahora no puedo ir al cuartel, vamos a dejarnos de tonterías.

-¿Cómo que no puedes ir? Pero si es un arresto, Margarita; esto no es cuestión de querer o no querer.

-Yo de aquí no puedo moverme hasta que no deje la cena hecha y las cosas arregladas. Si te emperras en que tengo que ir al calabozo, tú sabrás, que tampoco te quiero meter en jaleos; pero te esperas a que termine, y se acabó la conversación.

Ramón se quitó el tricornio y se masajeó la cabeza con los dedos, entre la mata de pelo canoso. Miró al marido de Marga, que había dejado de negar y reía la ocurrencia de su mujer.

-Ya lo has oído, teniente.

-A vosotros os hace mucha gracia porque siempre lo tenéis todo hecho. – dijo Marga, mientras batía huevos en la cocina.

-¿No estarás haciendo torrijas?

-Torrijas en septiembre… También pregunta cada cosa, señor oficial.

-Como te he visto con los huevos y el pan…

Ramón se levantó y paseó hasta el balcón, y luego hasta la puerta de la cocina.

-Está bien, Margarita. Pero a las nueve te quiero en el cuartel, para que se registre la detención antes de las diez. No te vayas cenada, ya cenas con nosotros…

-¿Qué se lleva normalmente, en estos casos? Para el calabozo, quiero decir.

-Pues llévate tus cosas de aseo, y ropa para cambiarte; luego le digo a Concha que te prepare un colchón y unas mantas para que estés cómoda.

Ramón la observó; le pareció que se mantenía más joven que Concha, pero era una apreciación subjetiva, a lo mejor a otros les parecía lo contrario. Marga siguió a lo suyo, sin mirarle, hasta que Ramón se caló el tricornio y estalló en una carcajada.

-¡La madre que te parió! ¡Si me dicen que al cabo de los años te iba a detener como a una delincuente! Tenía que llevarte esposada y dando un buen paseo, para que te viese todo el mundo.

-Eso te gustaría. Dile a Concha que estoy allí a eso de las nueve. Y te llevaré más croquetas, zampón.

-¡A las nueve en punto! – gritó Ramón desde la puerta.

——

No resultaba fácil convertir en un hogar de verdad la casa del cuartel, pero Marga reconoció que su amiga Concha se las había arreglado bastante bien. Las ventanas, tanto las que daban a la calle como las que se abrían al patio interior, estaban cuajadas de flores; y la casa, más allá del suelo de terrazo muy desgastado y de la pintura demasiado blanca de las paredes, tenía su toque personal en todos los rincones: cojines mullidos y bien combinados con sillas y sofás, y objetos ornamentales de toda procedencia como para llenar un museo de artes decorativas. Todo en estricto orden. Pulcritud y orden.

-Yo les ponía a esta cuadrilla a Concha de comandante. No se iba a deslizar ni uno. A mí me torean como les da la gana.

-Es que eres muy blando. Salvo para detener a mujeres, claro…

-¡Y sigue dando por saco! – contestó Ramón mientras masticaba la última croqueta.

-Vale ya, que parecéis críos – intervino Concha. – ¿Estarás cómoda con lo que te hemos preparado? Te he puesto el colchón de la cama pequeña, porque en ese camastro no hay quien descanse. No entiendo yo por qué no puedes dormir aquí, cuando esto también es parte del cuartel, al fin y al cabo.

-¿Os lo tengo que explicar otra vez? Dejadlo ya, por favor, que esta noche tengo para largo.

-Anda, toma, para que se te haga más corta la noche. – Concha le dio un plato con dos torrijas de las que le había llevado Marga. – Llévate más, si quieres.

-No, que se las comen los de guardia. Y esta noche andarán por aquí los de la Nacional, que no tienen medida ni educación.

Ramón se quedó unos minutos en silencio, girando el plato; a Marga le hacía gracia su cara de apuro.

-¿Nos vamos ya, mi comandante? – le preguntó.

-Vamos para allá – respondió él, con alivio.

Ramón siempre le había parecido un hombre guapo, a su manera; con ese tipo de masculinidad irresistible que combina determinación ante lo importante y fragilidad cuando tiene que enfrentarse a los hechos cotidianos. Marga observó su forma de moverse mientras él caminaba un par de pasos por delante: decidido, con potentes zancadas, pero torpe, siempre a punto de tropezar con todo aquello que se cruzaba en su camino. Su marido era un hombre sensible y comprensivo, pero por un momento pensó en el tipo de apoyo que un hombre como Ramón podía ofrecer: la seguridad que contagiaban sus abrazos, el cálido contacto de sus manos pesadas cuando las posaba con descuido sobre tus hombros… Marga sacudió la cabeza y se ruborizó un poco, reprochándose sus pensamientos.

Llegaron a la celda. A pesar de los esfuerzos de Concha, no era un lugar agradable. Se trataba de la única celda ocupada en la parte del patio más cercana a la casa.

-A no ser que resulte inevitable, en estas celdas no metemos a nadie. Los detenidos, cuanto más lejos de la casa, mejor. Es posible que venga algún agente en la ronda de guardia, para comprobar que estás aquí; no te molestes por eso, cumple con su obligación y si ya te has dormido, ni te darás cuenta. No cierro la puerta con llave, para que no te agobies. Pero no salgas a nada, que te conozco…

-No seas pesado, hombre; aquí se puede hacer poco turismo. Y gracias por todo, de verdad. Si no llega a ser por ti…

Ramón se giró y sacudió la mano, sin decir nada, quitándole importancia a lo ocurrido durante el día.

Cuando se quedó sola, Marga sacó una revista de la bolsa y se puso a leer. No pensaba colocar sus cosas en la reducida estantería de la celda. ¿Para qué? A pesar de todo, terminaría por quedarse dormida y antes de darse cuenta estaría desayunando el café caliente que Concha había prometido prepararle.

Si se esforzaba, podía oír el ajetreo que aún reinaba al otro lado del cuartel, el que daba a la fachada principal; pero a su alrededor el silencio regalaba una sensación de sosiego que no encajaba con el lugar en que estaba. Escuchó el canto de los grillos; habían regado el césped del patio, y el olor la hizo recordar las noches en el pueblo, en su habitación que daba al campo y en la que dormía más profundamente que en ninguna otra parte.

Acercó la bolsa para coger el espejo y las pinzas de depilar, por matar el tiempo. Entonces se dio cuenta: allí estaba el cacharro con las torrijas en leche. Había sacado las croquetas y las torrijas secas, pero se había dejado las de leche, y fuera de la nevera… Era una pena que se estropeasen. Pero le había prometido a Ramón que no iba a moverse.

Dudó durante unos segundos. ¿Qué tonterías estaba pensando? Al fin y al cabo, sólo se trataba de cruzar el patio y dejar una docena de torrijas con leche a su amigo Ramón que, casualmente, era quien mandaba allí.

Salió al pasillo y giró a la izquierda. La puerta metálica que daba al patio estaba cerrada. En la otra dirección, el pasillo se perdía en la oscuridad. Daba igual: no pensaba volver a la celda y ver cómo se echaba a perder una hora de trabajo en la cocina.

Avanzó por el pasillo, siguiendo la pared con la mano. A lo lejos se distinguía una luz tenue. Caminaba a tientas, sin dejarse impresionar por la oscuridad casi absoluta. El pasillo desembocaba en una oficina con tres mesas, en una de las cuales habían dejado encendida una lámpara de flexo. Al otro lado de la oficina se abría un nuevo tramo de pasillo, igual de oscuro pero más corto que el anterior. Los ruidos, que antes llegaban amortiguados a la celda, podían distinguirse con mayor claridad. Frases cortas y golpes y muebles que se desplazan sin cuidado.

Encontró un interruptor de luz con el que encendió dos bombillas mortecinas que colgaban del techo. Al final del pasillo, unos peldaños de escalera descendían a una planta más baja. Supuso que allí encontraría una  salida al exterior, pero no: de la escalera partía otro pasillo, más largo que los dos anteriores, mal iluminado, con pesadas puertas de metal a ambos lados.

Más celdas.

Oyó voces que escapaban de alguna de las puertas más alejadas. Alguien reía de forma exagerada, o eso le pareció. Golpeaban una mesa y arrastraban sillas, o quizá no era eso exactamente, no podía saberlo. Pensó que debía dar media vuelta y volver por el mismo camino pero, de repente, tenía miedo de volver a cruzar los pasillos oscuros y la oficina vacía y (qué idea tan tonta) un tanto fantasmal.

Tenía que existir una puerta que diese al exterior. Sin duda, había rodeado el patio y ahora debía de encontrarse cerca de la entrada principal. Oyó el motor de un coche, y luego pasos apresurados, y más voces. Se sentía aturdida. Si caminaba hasta el final del pasillo (si se atrevía a hacerlo) averiguaría detrás de qué puerta estaban los agentes y podría preguntarles, aunque no parecía muy buena idea, en realidad parecía una idea bastante ridícula, porque llevaba una cacerola de torrijas en la mano y buscaba una salida a la calle cuando, al menos aquella noche, era una presa más en las celdas del cuartel.

Al fondo, se abrió la última puerta de la pared izquierda. Vio a dos guardias en mangas de camisa y entre ellos a un hombre que se arrastraba, incapaz de caminar. Se apoyaba en los hombros de ambos agentes; salvo por unos calzoncillos sucios, estaba completamente desnudo. Tenía roto el labio superior, le sangraba la nariz, de los ojos quedaban dos rendijas entre los párpados hinchados. Olía mal. A sudor. A orina: aquel hombre se había orinado encima y llevaba los calzoncillos empapados. Pasaron al lado de Marga, sin detenerse, sin mirarla siquiera. Después, de la misma celda, salió Ramón. Vestía el pantalón verde del uniforme y una camiseta de hombreras. Con un trapo se frotaba la mano derecha; tenía los nudillos despellejados y los dedos enrojecidos.

Vio a Marga y se detuvo. Se miraron. Cada uno era una aparición para el otro; espectros llegados de otro mundo, habitantes de una realidad paralela que, por ninguna razón lógica y explicable, podían estar allí, en ese lugar y en ese momento exacto.

Pero estaban.

-¿Qué haces aquí? ¿No te dije que no…?

Marga tiró la cacerola y comenzó a correr hacia la escalera, hacia la oscuridad, a encerrarse en su celda y escuchar el canto de los grillos, mientras aquel desconocido, incapaz de dar un paso, repetía su nombre, Marga, cada vez con más fuerza, Marga, quizá con rabia, quizá con desesperación.

Frente a él, casi a sus pies, mezclado con la mugre del suelo y con algunas diminutas gotas de sangre, se había formado un charco de leche amarillenta.

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Rilke, o el arte de hacerlo todo de una sentada

A los genios les suceden estas cosas. En la mañana del 21 de Enero de 1912 paseaba el poeta Rainer María Rilke por los jardines, suponemos que suntuosos, del Castillo de Duino, en el que residía invitado por la princesa Thum und Taxis, cuando oyó una voz que le susurraba al oído las siguientes palabras: “¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes angélicos?” (bueno, no escuchó estas palabras exactamente; la frase le cayó del cielo en alemán). Se había desencadenado una fuerte tormenta, por lo que el poeta anotó en la libreta que siempre portaba este inigualable verso inicial, para retirarse a  continuación a sus aposentos y escribir esa misma tarde la primera de las diez elegías de Duino.

Para la composición de las nueve restantes hubo de esperar a la musa diez largos años.

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En esa década, Rilke vivió durante periodos más o menos prolongados en París, Munich, Venecia, Ronda y hasta cuarenta lugares más. Visitó Madrid y Sevilla (no le gustaron) y un buen número de ciudades en toda Europa, porque, hay que decirlo, Rilke no paraba quieto. En una época anterior al avión, las autopistas y la alta velocidad ferroviaria, viajar con la frecuencia que lo hacía el poeta constituía una ocupación en si misma, que en su caso no interfería con ninguna otra, pues Rilke fue un poeta a tiempo completo, con apenas un par de breves empleos conocidos: trabajó como profesor durante unos meses, y algún tiempo como secretario del escultor Rodin, para el que se comprometió a trabajar dos horas enteras cada día. Punto y final.

Antes de la revelación de Duino también viajó mucho, esto siempre, y estuvo casado durante un año, entre la primavera de 1901 y la de 1902, con la escultora Clara Westhoff -ella le presentó a Rodin-, breve convivencia matrimonial que les fue suficiente para tener una hija, Ruth, con la que no hace falta decir que Rilke no mantuvo nunca estrecha relación. Dada la dedicación plena del poeta al cultivo de su arte la separación fue una buena decisión para los tres.

Además de maravillarse ante la belleza indiscutible y misteriosa de sus versos, aquellos que se interesan alguna vez por Rainer María Rilke suelen coincidir en una inevitable pregunta: y este hombre, ¿de qué vivía? Conviene aclarar que anduvo mal de dinero toda la vida. No poseía fortuna familiar (su padre fue militar de joven, y luego ferroviario). Si pudo mantener su frenético ritmo viajero y su fidelidad inquebrantable a la creación lírica fue por la colaboración devota de una serie de damas aristocráticas y adineradas.

Su atractivo físico era más bien escaso, no van por ahí los tiros. Pero la pureza de su pasión poética ejercía una atracción innegable entre una legión de señoras de apellidos interminables (baronesa Alice Fähndrich von Nordeck zur Rabenau, y así todas; excusen que no complete el listado). Compuso su obra en habitaciones de castillos y palacios en los que se instalaba, a veces más tiempo del deseable hasta para un invitado tan querido como él; también, justo es decirlo, en vagones de tren y en pensiones no siempre confortables. Parte de la Sexta Elegía la compuso en Ronda, en el hotel Reina Victoria, donde parece ser que se conserva más o menos como en el momento de su visita la habitación que ocupó el poeta (yo no la he visto, pero me lo creo).

Bien. Han pasado diez años desde la tormentosa mañana de Duino, y Rilke ha paseado con mayor o menor desesperación el bloqueo que le impide completar la que él sabe que podría ser su obra magna. En el verano de 1921 se instala en el Castillo de Muzot, en Valais (Suiza). El castillo es en realidad un edificio mal conservado, frío e incómodo, pero a Rilke le agrada la soledad y el aislamiento que le proporciona. Uno de sus protectores, Werner Reinhart (no siempre eran mujeres), compra el castillo para regalárselo, evitándole así el engorroso trámite del alquiler mensual. En los meses finales de 1921 renuncia, primero, a recibir visitas; a continuación, promete no volver a escribir cartas (escribió muchas a lo largo de su vida); por último, despide a la criada que va a ayudarle cada día. Queda, pues, en el más absoluto de los aislamientos.

Llega el día 2 de Febrero de 1922. Soledad y silencio. El frío del invierno suizo. Come lo que produce en un pequeño huerto, apenas nada. Y acaece el milagro. Después de una década a la espera, entre el día 2 y el 11 compone los diez poemas de la Elegía (hasta entonces tenía completo el primero, parte del segundo y parte del sexto, y nada más), según explica por carta a la princesa Thum und Taxis y a su amiga y ex amante (y ex alumna de Freud) Lou Andreas Salomé. Como el torrente de la inspiración parece que le llega de forma caudalosa, entre el día 11 y el 23 aprovecha para escribir los ¡55! sonetos a Orfeo, completando así, en solo 22 días, dos catedrales construidas con palabras que han engrandecido el por tantas razones miserable siglo XX. Acabada su obra, exhausto pero feliz, gira alrededor de la torre que ocupa en Muzot, acaricia los helados muros con la yema de los dedos, siente quizá que el mundo está bien hecho y que la espera ha merecido la pena.

Muere el 29 de Diciembre de 1926, en Valmont. Poeta hasta el fin, escribe un epitafio de significado hermético, bello y sugerente como corresponde a quien hizo de la poesía su único destino.

Rosa, oh contradicción pura en el deleite

de ser el sueño de nadie bajo tantos

párpados.

Cosas de genios.

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El suelo de la cancha, publicado por Irreverentes

Mi cuento El suelo de la cancha, una historia ochentera con final muy negro, publicado en Irreverentes.

Si queréis leerlo en la revista, dejo enlace en la imagen:

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Y aquí tenéis el cuento completo:

 

 

EL SUELO DE LA CANCHA

El nuevo instituto era bastante malo pero, comparado con el anterior, podíamos considerarlo un lugar vagamente adecuado para el estudio. Porque, al menos, se trataba de un edificio construido con la intención de acoger a alumnos mayores de catorce años, con aulas amplias y luminosas y mesas y sillas del tamaño adecuado; mientras que lo anterior consistía en el uso, de cinco de la tarde a diez de la noche, de las instalaciones de un colegio, con sillas diminutas en las que nos sentábamos encogidos y algo ridículos, rodeados de collages y murales de cartulina rotulados con caligrafía infantil, con el listado de los días de la semana, los meses del año, las cuatro estaciones y los nueve planetas del Sistema Solar.

Desde luego, las carencias del instituto eran numerosas en aquel primer año de funcionamiento, carencias que se remediaron, hasta donde yo sé, de manera constante y decidida durante la década siguiente a ese año inaugural, sin caer nunca en condenables excesos de inversión. El gimnasio no disponía de ningún material, y nuestro laboratorio consistía en una sala de notables proporciones ocupada por un único y flamante objeto: un microscopio colocado sobre una enorme mesa, en el centro mismo del aula.

Los datos más exactos acerca de la calidad de nuestro equipamiento puedo proporcionarlos en relación con los fondos de la biblioteca, que catalogué, junto a un par de voluntarios, durante dos mañanas en las que se nos relevó de la rutinaria obligación de asistir a las clases. En realidad, la catalogación no nos llevó más de cuarenta minutos, por lo que pudimos dedicar el resto de la primera mañana y toda la siguiente a jugar partidas de tenis (las manos como raquetas) con pelotitas de papel aluminio. Recuerdo que teníamos, exactamente, sesenta y siete libros. Enid Blytton era la autora de treinta y ocho de ellos: una completa colección de portadas con niños repeinados y chavalas con vestidos de flores y diademas y todo lo demás. Entre los veintinueve libros restantes contábamos con un tomo suelto (África) de un atlas de geografía mundial en cinco volúmenes, una enciclopedia ilustrada del mundo animal, y unos cuantos ejemplares manoseados de la Colección Austral, serie verde, que incluían La agonía del Cristianismo, de Unamuno, y El ocaso de Occidente, de Spengler, y otros títulos que ya he olvidado pero que no constituían exactamente una campaña de animación a la lectura. Un problema, este de la escasez de libros, no tan grave como pueda parecer, porque en el instituto no leía nadie, jamás, nada de nada.

En cuanto a los profesores, su tipología se reducía a tres modelos: los vocacionales, un grupo minoritario que aún creía en la educación de los chicos conflictivos y de las clases desfavorecidas en general; los novatos, que no habían podido elegir plaza en ninguna otra parte; y los sancionados, que se veían relegados a un destino incómodo como castigo a las más variadas faltas. Sirva como ejemplo de los componentes de este tercer grupo el caso de cierto profesor de matemáticas, un sujeto pulcro y atildado que odiaba sin aspavientos su profesión y sobre el que pesaba algo más que la sospecha de haber mantenido relaciones inadecuadas con algunas alumnas. Este hecho, hoy en día, estaría más cerca de la áspera superficie del delito que del comprensivo tacto del traslado forzoso, pero ya saben, estábamos en los ochenta, y las chicas afectadas tampoco eran exactamente tiernas púberes…

Esta era la situación cuando, dos semanas más tarde del comienzo de curso, llegó a la clase un nuevo compañero con un apellido poco usual: Silvetti. Le hicimos el vacío durante un par de días, con la crueldad dolorosa y banal que es costumbre entre los extremadamente jóvenes. No tardó, sin embargo, en establecer relaciones estrechas con varios de nosotros; para ser exactos, con el grupo de raritos que teníamos la remota intención de llegar a ser distintos a los demás. Silvetti, lo supimos muy pronto, era sin necesidad de mayor esfuerzo el más distinto de todos nosotros, lo que le dotaba de un atractivo muy especial.

Para empezar, su padre había nacido en Argentina. Ya he mencionado que estábamos en los ochenta (el año 83, concretamente) y aún no había extranjeros en el barrio, ni pocos ni muchos. Nuestros padres eran en su mayoría inmigrantes, pero venían de Toledo, de Zamora, de Jaén, de pueblos aburridos en los que nos moríamos de asco en verano y en Semana Santa. El señor Silvetti, en cambio, era natural de Rosario, Argentina, y eso resultaba exótico a más no poder. Además, Silvetti (el hijo) conocía grupos y cantantes que no nos sonaban de nada y que no tocaban ninguno de los dos géneros que nos resultaban familiares: el rock duro y la rumba, ésta en su versión más carcelaria. Silvetti adornaba su habitación con pósters y fotografías de Depeche Mode, de Inmaculate Fools y de David Bowie. Esto le otorgaba cierta fama de amanerado entre nuestros colegas menos sofisticados, acusación falsa y ridícula que con frecuencia aireaban en forma de pintadas sobre las tapias del instituto, que amanecían de cuando en cuando con vistosos reclamos en color rojo que decían “Silvetti maricón”, o “argentino culoabierto”, y cosas por el estilo.

Pero, por encima de todo lo demás, Silvetti tenía otra costumbre poco frecuente que había de convertirle, de modo inevitable, en mi mejor amigo: leía libros.

En las combadas estanterías azul celeste, conservadas en el desalojo de lo que había sido su habitación de niño, se amontonaban ediciones baratas de títulos que, a diferencia de lo que sucedía con la música, me resultaban conocidos y cercanos; en este terreno, podía tratar a Silvetti de igual a igual. Yo también había leído a Hesse y a Kerouac, y tenía mi manoseado ejemplar de La muerte en Venecia. Nos gustaba Baudelaire y Borges, y detestábamos Rayuela (la única opinión que he conservado de modo permanente desde la adolescencia, durante toda mi errática vida.)

Silvetti y yo fuimos amigos durante unos años, incluso cuando, en contra de lo que yo siempre había dado por supuesto (que estudiaríamos juntos algo relacionado con las letras) inició los estudios de Psicología en la universidad. Luego él prolongó sus estudios en Italia y se instaló allí con una chica romana a la que conocí por fotografías, y nuestros caminos se alejaron definitivamente. Pero en aquel inicio de curso nuestra amistad incipiente no sospechaba el alejamiento futuro; éramos jóvenes para conocer los vaivenes de la vida, las traiciones inesperadas, los abandonos, las pérdidas para las que jamás encontramos suficiente consuelo… Y sin embargo, nuestra juventud no evitaría que en breve plazo nos golpease el contacto de la experiencia definitiva: la muerte.

Nunca he contado a nadie nuestro secreto, y por lo sucedido hasta la fecha en relación con el espinoso asunto que relataré a continuación  (absolutamente nada), me atrevo a suponer que Silvetti ha sabido mantener el mismo grado de discreción que yo.

Fue un lunes por la mañana cuando vimos pegado en el tablón de anuncios del instituto el cartel que anunciaba el concierto de Javier Krahe, para el viernes de esa misma semana, en el Ateneo Libertario, un edificio mugroso que había sido la sede de algo en la época de Franco y cuyo uso ahora se había cedido a un sindicato anarquista. Este edificio se dividía en dos partes. La menos deteriorada (la que aún conservaba cristales en las ventanas) albergaba la única guardería infantil del barrio; habían instalado moqueta en el suelo, radiadores eléctricos, las paredes estaban pintadas de colores pastel, y una de las monitoras estudiaba tercero de Pedagogía en la Complutense.

En la otra parte, la más grande, se organizaban las actividades culturales: conciertos (punk y rock duro casi siempre); cine (latinoamericano); y conferencias (una vez anduvo por allí Antonio Escohotado.)  También había una barra que servía botellines de cerveza y poca cosa más; las cocacolas y las pepsis estaban vetadas no por su calidad como refrescos, sino como un gesto de combate al imperialismo. Pues bien: en esta parte tenían montado lo de Krahe a las nueve de la noche del viernes, y allí estábamos Silvetti y yo, poco interesados (él aún menos que yo) en la música pero más que dispuestos a consumir toda la cerveza barata que nos fuese posible.

Sobre el concierto no recuerdo gran cosa. Ni la historia de la música ni mi memoria le han reservado un hueco, y si no fuese por el suceso que acaeció a continuación, probablemente yo no guardaría el menor recuerdo de aquella noche. En cumplimiento de nuestras expectativas previas, bebimos más de lo aconsejable para nuestra tierna edad, disfrutamos de las canciones y las ocurrencias del oficiante y su grupo, y establecimos contacto con algunas chicas que no consideraron necesario llegar a mayor intimidad con nosotros, más allá de insustanciales miraditas y algún roce entremezclado con nuestros torpones y desacompasados pasos de baile.

Al final del concierto, en compañía de un numeroso grupo de espectadores, nos tambaleamos hasta los aledaños del escenario, con el propósito de compartir unas palabras con el señor Krahe, objetivo absurdo que debía su origen a nuestra euforia etílica, pues ni Silvetti ni yo teníamos absolutamente nada que decirle; un centenar de improvisados admiradores, la mayoría tan borrachos como nosotros, obstaculizaba nuestro acercamiento, y si el cantante hubiese aceptado todas las cervezas a las que pretendían invitarle, a buen seguro habría terminado en la sala de urgencias del hospital Doce de Octubre.

Por tanto, dados el gentío y nuestro escaso interés, Silvetti y yo dimos por terminada la intentona (“que le den por el culo” fue, creo, su frase) y salimos a la calle.

Y entonces sucedió.

El fresco de la noche nos sentaba de maravilla. Anduvimos unos metros y nos sentamos en un banco. Se oía el zumbido de las voces y las risas dentro del local del concierto, pero por lo demás reinaba un silencio relajante y acogedor que combinada bien con la atonía y el aturdimiento provocado por las cervezas. Mucho se ha hablado del silencio del campo, de los murmullos misteriosos del bosque, pero alguien debería cantar al silencio urbano, al imprevisto silencio de las calles iluminadas por las farolas y no por el lechoso resplandor lunar, y yo lo haría ahora si no fuese porque debo pasar al relato detallado del suceso trágico que tuvo lugar en ese momento exacto, cuando apenas llevábamos unos minutos sentados en el banco, estallando en alguna que otra risa sin sentido, y sin decir una sola palabra.

Vimos una figura que avanzaba con paso rápido y decidido hacia nosotros. La firmeza de sus zancadas nos asustó, pero la alarma se convirtió en verdadero pánico cuando aquel tipo ya se encontraba a veinte metros de nosotros y pudimos distinguir su rostro: se trataba de El Jaro, ni más ni menos, y para comprender el terror súbito que nos atenazaba deberíamos dedicar unas líneas a reflexionar sobre el origen y la evolución de las leyendas.

El Jaro, de quien supe más tarde que se llamaba José Canales Expósito, había empezado a robar con diez años. Como un estudiante que cada año avanza un curso, había progresado en su tarea: hurtos en las tiendas, zapatillas deportivas y mochilas a los niños del colegio, tirones de bolsos, pequeños atracos, atracos en gasolineras… Para cuando se cruzó en nuestro camino, ya arrastraba un aura de personaje terrible alimentado por historias en las que resultaba imposible separar la verdad y la invención. Si la cantidad robada no le satisfacía te rompía los dientes con puño americano. Solo por divertirse, a las chicas a las que robaba les daba a elegir entre un pinchazo de navaja y un mordisco de tenaza en un pezón; a veces, remataba la faena con una violación, más o menos brutal, dependiendo de la imaginación del narrador. Una vez había atado a un chico a un árbol y había abusado de la novia ante sus propios ojos, y después les había grabado a los dos una J en la frente con una cuchilla de afeitar, para que no olvidasen aquel día. Y así se enlazaban los relatos de sus andanzas, narrados en las colas del mercado, en las largas esperas en las peluquerías, en los patios de recreo de las escuelas, y crecían y se multiplicaban y ya nadie sabía con certeza si aquel tipo era un chorizo de mierda o la propia encarnación del mal.

Aquel, y no otro, era el sujeto que se acercaba a nosotros. Llevaba la mano derecha escondida tras la espalda y en esa mano, no necesitábamos verlo para tener absoluta certeza, una navaja automática de hoja larga y afilada. Un arma que no se molestó en mostrarme cuando se sentó a mi lado, tan cerca de mí que no levantó la voz lo más mínimo para decirme suelta lo que lleves y no te pases de listo, te lo voy a pedir por las buenas, o quizá no fueron estas las palabras exactas pero así las recuerdo y si no fueron estas fueron otras muy similares. Tardé unos segundos en darme cuenta de dos circunstancias que no me llevaban a nada bueno. La primera: un examen táctil al interior de los bolsillos me descubrió que no me quedaba un duro y que, por tanto, podía esperar sobre mi persona la reacción que este hecho provocaría en mi inesperado compañero de banco; y a esto se sumaba la desaparición de mi amigo Silvetti, que se había esfumado de manera silenciosa y sibilina. En un gesto que no debe atribuirse tanto a mi valentía como a mi desesperación me puse en pie, tratando de alejarme yo también, y ahí fue donde El Jaro consideró oportuno mostrarme la navaja. Me empujó contra la farola y noté el filo de acero debajo de la oreja, y unas gotas de sangre que corrían piel abajo, a secarse en el cuello de mi camiseta de Leño. Estaba muerto, o casi, porque aún pude oír que me decía “ahora te vas a cagar, cabrón”: esta frase sí la recuerdo con exactitud porque pensé que sería lo último que iba a escuchar en mi corta vida.

Y entonces El Jaro se desplomó en el suelo, fulminado. Cayó como un saco, de un solo golpe, como si se tratase de una marioneta y le hubiesen cortado de un tajo las cuerdas que le sujetaban.

Detrás se encontraba Silvetti, y en sus manos el adoquín. Nos miramos durante un rato, sin decir nada. Al cabo, Silvetti bajo la mirada hacia el charco de sangre que se había formado a nuestros pies.

–          Está muerto – dijo. – Tendremos que hacer algo.

El único cadáver que yo había visto en mi vida era el de mi abuelo materno, y eso no contaba: me había despedido con un último adiós rápido y pusilánime desde el otro lado del cristal del tanatorio, y mi abuelo estaba debidamente vestido y maquillado, con esa apariencia aséptica que lleva a los familiares a engañarse con una idea falsa pero apaciguadora: parece que está dormido.

Desde luego, aquel tipo no parecía dormido en absoluto. Notaba un estremecimiento en la espina dorsal pero, para mi sorpresa, me encontraba más calmado que unos minutos antes, cuando era yo el amenazado. Unas gotas de mi sangre me habían estremecido más que un charco de sangre ajena: la naturaleza humana con toda su cruda sinceridad

En ese momento, y aún no sé por qué, me vino a la cabeza la cancha de baloncesto.

Vivíamos, ya saben, una época de cambios. España necesitaba cosas nuevas, y entre esas novedades debía figurar la sustitución del fútbol, deporte rancio y franquista, por disciplinas más modernas. Mentes preclaras vislumbraban un futuro de españoles altos y esbeltos, y daban por cerrada aquella época de niños escuchimizados pegando patadas al balón en infectos campos de tierra. Allí donde estos nuevos regidores encontraban una parcela de terreno construían un parque, y en el centro, un par de canchas de  baloncesto.

De hecho, justo al lado del nuevo instituto teníamos una cancha ya terminada y otra a la que no le faltaba más que el suelo. Ya habían alisado la superficie, y en unos días (quizá el mismo lunes) los albañiles la cubrirían de cemento.

Arrastramos el cadáver detrás de un árbol, donde no alcanzaba la luz de las farolas, y nos refugiamos en un portal desde el que podíamos vigilar el improvisado escondite. Por fortuna, los borrachos del concierto seguían borrachos y nadie pasaba por aquella parte de la avenida. Silvetti corrió hasta su casa. Volvió con un amplio jersey con capucha, que colocamos al muerto una vez que, tras una hora que se nos hizo eterna, consideramos que no sangraba demasiado. Pasamos sus brazos sobre nuestros hombros y así, como un par de amigos que ayudan a un tercero demasiado ebrio como para tenerse en pie, caminamos lentamente hasta las tapias del instituto.

Rompimos el candado que cerraba la caseta de las herramientas (no había vigilante en la obra) y cogimos una pala. El suelo estaba duro, compacto; costaba mucho profundizar en la zanja. Nos turnábamos cada pocos minutos. Esperábamos, angustiados, que en cualquier momento apareciese alguien. Silvetti rompió de una pedrada la bombilla de la farola que podía delatarnos y seguimos excavando a oscuras.

–          ¿Cuánto crees que hace falta? – preguntó

–          Un metro – respondí yo, por decir algo.

Al cabo de una hora estaba hecho. Arrastramos a El Jaro hasta la zanja, con cuidado de no retirarle la capucha: no nos apetecía verle la cara. Después, cubrimos el agujero, sacamos un pesado rulo de la caseta y lo arrastramos lo mejor que supimos para disimular la tierra removida.

La mañana del lunes Silvetti y yo nos sentamos junto a los ventanales de la clase, con vistas al parque. Observamos con alivio como los albañiles preparaban la mezcla y la extendían, y como en los días siguientes levantaban los mástiles de las canastas y colgaban los aros, y finalmente como el concejal presidió el torneo amistoso que se celebró el sábado para inaugurar las dos flamantes canchas de baloncesto.

¿Y la conciencia? Durante algunas noches me asaltó la visión del cadáver, y sufría pesadillas en las que, como en los relatos de Poe, el muerto nos pedía cuentas. Otro tanto le sucedía a Silvetti, y ambos resolvimos tranquilizarnos con dos argumentos irrebatibles: que nos habíamos defendido, por lo que nos absolvíamos de la comisión de ningún delito y, más importante aún, que los muertos no regresan de sus tumbas ni atraviesan pisos de hormigón para buscar a sus agresores. Decidimos, por fin, no mencionar jamás el asunto, y al cabo de unos meses lo ocurrido no tenía en nuestra memoria más que la viscosa consistencia de un sueño.

A veces, cuando visito el barrio, me acercó hasta el parque y observo a los chicos (inmigrantes, los españoles han vuelto al fútbol) lanzar a canasta y colgarse del aro y hacer concursos de triples y de tiros libres y pasar la tarde, y ninguno ha oído hablar jamás de un tipo que se llamaba El Jaro y que una noche, como la bruja mala de los cuentos, se convirtió en polvo y desapareció para no volver nunca.

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Contreras, en Irreverentes

contreras

 

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Contreras

—El problema es la rigidez del mercado laboral. Ahora mismo, si tú quieres echar a un tío a la calle te resulta casi imposible.

—Yo no quiero echar a nadie.

—Es un suponer, coño.

—¿Tú has tenido que despedir a alguien?

—¿Con la crisis? A media plantilla.

—Entonces no será tan imposible despedir, ¿no?

—Venga, eso es demagogia…

 

La palabra demagogia en la boca de Luis Contreras me resulta postiza, fuera de lugar, prestada, un poco extraterrestre. Yo creo que es por culpa de la televisión, porque Luis Contreras no ha dicho demagogia en su vida. Es una palabra ajena a su existencia, como lo son pistilo o metonimia o cutícula: términos innecesarios para el mantenimiento de su razón vital, que es el correcto funcionamiento de su empresa. Para el resto del mundo quizá se trate de otra empresa pequeña de las trescientas dieciséis censadas en el polígono industrial que compartimos, pero para Luis Contreras su negocio es la medida de todas las cosas, el sistema métrico decimal, el aleph en que todo confluye y se mezcla y tiene su principio y su fin.

—Despido libre, con eso se arreglaba todo. Si a ti un tío te trabaja y te  hace las cosas como es debido ¿por qué le vas a despedir? El problema es que con la antigüedad la gente se malea, que a mí me ha pasado. Gente que te iba un sábado, que se te quedaba una hora si hacía falta, y ahora no puedes contar con ellos más que lo justo y necesario, y todo con malas caras.

Luis Contreras sufre una hipertrofia del ego que le lleva a considerar a sus empleados como apéndices de su propio esqueleto, seres sin vida independiente. No dice llegan tarde; dice: me llegan tarde, me gastan mucho papel, me respiran más de la cuenta, me desgastan demasiadas células… Si yo fuese el hombre valiente que creo ser algunas noches esplendorosas e infrecuentes mandaría a Luis Contreras a tomar por el culo. Pero como un par de veces al mes ocupa el reservado para comer con clientes y se deja una pasta en copas casi todas las tardes, y como sé que su puesto sería ocupado de inmediato por otro elemento de su misma catadura porque gilipollas nunca faltan en un bar de polígono, le invito a la segunda cerveza y le dejo pontificar un rato sobre el despido, sobre los impuestos, sobre los usureros de los bancos, sobre su triste y anodina vida.

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María, en Irreverentes

maria

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María

María viene todas las mañanas al restaurante, a hacer los baños. Tiene sesenta años muy bien conservados y es una empresaria que paga el recibo de autónomos y tiene gente a su cargo. Tres personas: su hija, su yerno y una nieta.

 

–          Mi yerno tiene mala suerte, el pobre. A unos les viene todo de cara y a otros… Le han llamado de varios trabajos, pero él prefiere esperar un poco a ver si le sale algo de lo suyo.

–          ¿Y qué es lo suyo?

–          Pues hombre, lo suyo

–          Peromaria ¿él ha estudiado algo?

–          Nada, que yo sepa.

Lo suyo del yerno debe ser cosa difícil porque no le recuerdo ningún empleo, pero si llueve o hace mucho frío recoge a María en el restaurante y la acerca hasta el siguiente trabajo, para que no se moje.

 

A veces pienso que es una mujer desgraciada, pero es posible que yo esté equivocado y su felicidad consista en resultar imprescindible, en tirar del carro, en cargar a sus espaldas todos los errores e imperfecciones de la Humanidad, como si fuesen culpa suya.

Antes de Navidad, cuando los gastos aumentan, le pido que vaya unos días a casa a recoger y a planchar la ropa, lo que sea, para que gane algo más de dinero. El último viernes antes de Nochebuena es feliz como una niña porque va con su hija y su yerno a comprar los regalos y la cena y la comida de Navidad y todo lo que necesita una familia de bien en fechas tan señaladas. Ella se siente rica y generosa; hasta les anima a comprar algún capricho, y el yerno se queja de que gaste tanto sin necesidad.

Hay personas que nacen para sufrir un abuso tras otro, es algo genético y sin solución.

María no la sabe porque es una mujer buena y una esclava de sí misma y nunca fue otra cosa, pero yo sé la verdad y no puedo decírsela, de la misma manera que no puedo decirme ciertas verdades ni siquiera a mí mismo, porque un exceso de verdad convierte la vida en algo insoportable. Y la verdad es esta: que vive rodeada de hijos de puta, que su hija no la quiere, y que su nieta, a la vuelta de unos años, tampoco la querrá, y que nacimos solos y morimos solos y nada sirve para nada.

María deja los baños limpios y relucientes, con olor a pino, y aguantan así todo el día si no llega un cerdo y los estropea.

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Las florecillas del amor, en Irreverentes

Mi cuento Las florecillas del amor , una historia místico-lisérgica, publicada en Irreverentes. Si queréis leerlo en la revista, dejo enlace en la imagen.

irreverentes

 

Y a continuación, el cuento completo:

 

LAS FLORECILLAS DEL AMOR

 

1.

Antes de dedicarse a cultivar el huerto de su espíritu el hermano Matías trabajó en la banca. En su vida anterior había llegado a director de la sucursal en Madrid de una pequeña caja de ahorros catalana que, años más tarde, tras ser fusionada y arruinada, protagonizó portadas de periódicos y cabeceras de telediarios; sus directivos, una desigual combinación de pijos con Máster, agricultores con nutrida cuenta corriente y sindicalistas hastiados de tanta lucha obrera y tanto mitin, posaron sus ilustres traseros en el juzgado, vocearon su inocencia ante las cámaras, aseguraron sus pensiones y al cabo, como el valentón del poema, fuéronse y no hubo nada.

Para entonces, ya hacía años que Matías había abandonado su empleo. Una noche, tras otras muchas noches de zozobra seguidas de interminables días de abatimiento, había recibido de modo repentino el don de la iluminación. Le llegó como llegan estas cosas: no como el fruto de una elaborada reflexión, sino como un fogonazo de sabiduría y conocimiento. Abandonó trabajo, casa y ciudad y se instaló en el monte, en una casa derruida que reconstruyó con sus manos. Tenía un pozo con agua, una tierra que podía cultivar, y le rodeaban una paz y un silencio arcádicos.

¿Qué más necesitaba Matías? Nada.

 

2.

Una mañana, en el mercadillo semanal del pueblo más cercano, Matías conoció al hermano Peio y al hermano Herbolario. Peio y el Herbolario llevaban unas semanas vagando de aquí para allá; habían salido juntos de prisión y los dos tenían motivos más que suficientes para no regresar a aquel lugar del mundo que podían considerar su hogar. Encontraron con Matías, primero, un lugar donde comer y dormir; y después de un par de semanas, a un hombre santo en el que podían confiar y al que obedecían ciegamente.

En cuanto a Matías, consideraba el encuentro con los dos discípulos como una tarea que el Altísimo le encomendaba: recibidas paz y sabiduría, ahora debía compartirlas.

Con el tiempo, otros se unieron a él. Eran, en general, gente perdida, ovejas descarriadas que no tenían nada fácil incorporarse a ningún rebaño, y que hallaban junto a Matías algo que habían perdido o que posiblemente no habían tenido nunca: una forma de conducirse por la vida y un guía que no iba a fallarles.

Vivían una vida sencilla. Comían lo que sacaban de la tierra y lo que producían los animales de su pequeña granja; también, hay que decirlo, lo que cazaban y pescaban de manera furtiva. En cuanto al dinero, lo poco que necesitaban llegaba gracias a la producción y venta de ciertas sustancias elaboradas por el hermano Herbolario, que debía su apodo a la pericia en el cuidado de plantas y hongos no aptos para uso culinario. Ajenos a la crudeza del mundo, que no les había tratado bien, gozaban de una existencia inocente y primitiva, su espíritu entregado a las sabias palabras del hermano Matías.

Hasta aquella tarde en que les cayó del cielo una nueva misión que no podían eludir.

 

Fue en la plaza del pueblo donde Matías y el par de hermanas que le acompañaban encontraron el tumulto. Frente a la fachada de una casa se encontraban tres coches de la Guardia Civil, gente que repetía las frases y cantinelas que dictaba un individuo con un megáfono,  y un nutrido grupo de curiosos que observaba la escena con la atención esperable en los habitantes de un lugar en el que nunca ocurría nada de nada.

–          ¿Qué sucede?

–          Un desahucio – respondió uno de los paisanos que, palillo en boca, se apoyaba en un muro de los soportales que rodeaban el edificio del ayuntamiento.

Una señora apareció gritando en una de las ventanas.

–          La dueña de la casa – continuó el informante. – Bueno, la dueña no, porque no ha pagado. Ahora el dueño es el banco.

Matías permaneció inmóvil unos minutos, observando. Al cabo preguntó a sus discípulas:

–          ¿Qué veis?

–          Una mujer que grita, y mucho alboroto – respondió, dubitativa, una de ellas.

–          Pues yo veo dolor. Y no soporto el dolor. Vámonos.

Aquella noche, volvieron la zozobra y el malestar que ya tenía olvidados. Y volvieron muchas noches después de esa. Por la prensa, por la radio, por la televisión (que a duras penas podía sintonizarse en el monte), supo Matías que aquella escena de la plaza del pueblo se había convertido en algo común.

Vagaba por el campo, solo. Y cuando los hermanos le preguntaban, respondía siempre la misma palabra: Dolor.

Y entonces le vio. Ni él ni ninguno de los hermanos le habían votado, ni habían votado a nadie, ni sabían cuándo se habían celebrado las elecciones. Pero aquel tipo era el Presidente. Matías conocía bien a los bancos y aún recordaba algunas cosas de los políticos, y sabía de lo que hablaban, y lo que escuchaba no era bueno. “El país necesita… no podemos gastar… moderar el gasto en pensiones… medicina… inmigrante… el Presidente de la Comisión… la Primera Ministra que nos visitará en tres semanas…”

Tenía que hacer algo, pero no sabía qué, y sufría por ello.

El dolor. El puto, el asqueroso dolor de la humanidad.

 

4.

– Hemos vivido felices, ajenos al mundo exterior. Pero he recibido un mensaje. Al       principio no supe reconocerlo. Soy limitado, hermanos. Pero he visto la luz, y debo anunciaros una verdad gozosa: tengo un plan.

En realidad, la idea había sido del hermano Peio. Si el problema era que aquel tío de la barba iba a firmar un documento con aquella tía gorda, bueno, lo que debían hacer era evitarlo, y asunto resuelto. La imposibilidad de tener acceso al Presidente del Gobierno constituía un detalle ajeno a la compresión del hermano Peio; y, sin embargo, la sencillez del planteamiento encerraba una verdad pura, un mensaje esencial que no podía descartarse sin más. El Altísimo esperaba algo de ellos, esto le resultaba obvio al hermano Matías. ¿Y si había decidido hablarle a través de la voz de otro hermano, y no directamente? ¿No podía ser que aquello que proponía la mente sencilla del hermano Peio fuese exactamente lo que se les ordenaba?

Caviló. Y recordó la ocasión en que el hermano Herbolario le habló de las florecillas del amor.

–          Son unas plantas cojonudas. El problema es que sólo crecen en ciertas montañas del sur de Méjico, y son muy escasas y difíciles de conseguir. Pero existir, existen. Me habló de ellas un mejicano que pagaba pena conmigo, en Burgos, un tío legal. Por lo visto, te impiden hacer nada que no consideres realmente bueno. Si sabes que una cosa está mal, la que sea, no puedes hacerla. Te anula. No puedes hacer nada malo. Te obliga a cuidar de tus semejantes, por decirlo de alguna manera. ¿No es alucinante?

Se trataba de una posibilidad remota, pero…

–          No, hermano, el tío no volvió a Méjico. Se casó con una gallega y tiene un restaurante tex-mex en Verín. Y por supuesto que podemos ir a visitarle.

 

5.

–    Se necesita muy poquita cantidad. Con nada que tomas ya hace efecto. Basta con unos gramitos de la planta, no más.

–  Pero, ¿has llegado a probarla?

El mejicano bajó la voz y sonrió, una sonrisa bobalicona.

–          Vaya si la probé. No hay una cosa como esa, se lo aseguro. Lástima que haya tan poquita… Además, el efecto se pasa. Si fuese duradero, con una infusión de estas flores estaríamos todos arreglados, no andaríamos por ahí dándonos trompadas unos a otros.

Y luego:

–          ¿Un kilo, dice? Pero eso es imposible. Una bolsita quizá pueda conseguirle, pero será difícil. Y caro.

–          Consigue la bolsa y no te preocupes por el dinero.

 

6.

El día anterior al encuentro con la Primera Ministra, el Presidente inauguraba el aeropuerto de Segovia. Las hermanas, con larga melena lisa, y ataviadas con un favorecedor traje de chaqueta azul, le acercaron la galleta, sorteando el brazo del escolta.

–          Elaboración ecológica, señor Presidente.

Había cámaras y la palabra ecológica resultaba de lo más conveniente, por lo que el Presidente engulló la galleta de un bocado.

–          Riquísima – sentenció.

–          Tenga, una cajita, para que desayune mañana.

Más tarde, el hermano Herbolario no soportaba la duda.

–          Hermano Matías, ¿y si no come esas galletas en el desayuno? Con lo que ha comido hoy, no hacemos nada. Si acaso, que le eche un polvo a la mujer esta noche, todo lo más.

–          No nos queda más que la fe. Si las come o no, lo sabremos mañana.

 

7.

(Si la izquierda ha utilizado tradicionalmente la manifestación y la huelga como formas de combate incruento, la derecha ha descubierto la utilidad de la tertulia televisiva para el cumplimiento de los mismos fines. El objetivo no es, por tanto, la reflexión acerca de los temas planteados: la tertulia es, en este caso, una manifestación al por menor, un tumulto de cuatro o cinco individuos sentados en torno a una mesa.)

 

8.

Tertulia de Intereconomía:

“El Presidente parece relajado”

“Es un día crucial, muy importante. No cabe duda que con los sacrificios se ha recuperado la confianza de los Mercados”

“Bueno, ha llegado el momento”

“¿Qué dice? ¿Cómo que no…?”

“Dice que no firma nada. ¡Que ese papel es una mierda!”

“Pero ¿qué coño hace? ¡Un beso! ¡Un beso de tornillo a la…!¡Cortad la emisión de una puta vez!”

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Duelo de gigantes: Arnold Bennett vs Virginia Woolf

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“Martes, 2 de diciembre

No, no puedo escribir este pasaje tan extremadamente difícil de Las olas esta mañana (aquel en que sus vidas penden iluminadas, con el Palacio al fondo), por culpa de la fiesta de Arnold Bennett y de Ethel. Apenas puedo poner una palabra detrás de otra. Allí estuve dos horas, o al menos eso me pareció, a solas con B., en la pequeña estancia trasera de Ethel. Y tengo el convencimiento de que este encuentro fue preparado de antemano por B., con el fin de “establecer buenas relaciones con la señora Woolf”, cuando bien sabe Dios que me importa un pimiento estar o no estar en buenas relaciones con B.”

Bueno: así las gastaba la señora Woolf. Cuando escribía esta queja en su diario entraba en el último mes de 1930 y no sabía que al señor Bennett le quedaban apenas tres meses de vida. Para entonces, Arnold Bennett y Virginia Woolf llevaban más de una década enzarzados en un debate en el que se pueden destacar algunas escaramuzas de alta intensidad intelectual.

 

 

El tema del debate era el presente y el futuro del arte de la novela. En realidad, ambos coincidían en una idea esencial: la importancia de la caracterización de los personajes como eje central de cualquier novela digna de consideración. El problema radicaba en definir cómo debía realizarse esa caracterización. Según Woolf, los novelistas eduardianos se centraban en los aspectos externos del personaje y no en la realidad de su mundo interior, que era lo que constituía el personaje mismo. “En sus novelas” – afirma- “se representa cada tipo de pueblo y ciudad e innumerables instituciones, pero en todo ese vasto conglomerado de páginas impresas […] no encontramos un solo hombre o mujer que podamos reconocer.”

Sin olvidarnos de otros textos menores (críticas, reseñas, entradas en el diario personal de ambos escritores, cartas enviadas a diferentes destinatarios), podemos centrar el meollo de la discusión teórica en dos textos. Por un lado, el ensayo “Is the novel decaying?”, escrito por Arnold Bennett y aparecido en la revista Cassell’s Weekly en marzo de 1923; por otro, la serie de ensayos publicados por V. Woolf bajo el título “Mr. Bennett y Mrs Brown.”

Podemos considerar “Mr. Bennett and Mrs. Brown” un manifiesto artístico, un manual de teoría narrativa en el que Woolf deja negro sobre blanco sus ideas acerca de lo que debe ser una buena novela; y para lograr este objetivo presenta sus métodos en oposición a los utilizados por la generación precedente, la de los novelistas eduardianos situados entre la edad de oro de la novela victoriana y los nuevos escritores como la propia Woolf (es decir, citando los mismos autores que cita Woolf en su ensayo: Bennett, Galsworthy y Wells.)

 

En cuanto a “Is the novel decaying?” se trata de un nuevo episodio en la eterna historia de la muerte de la novela, amenaza que parece haber llenado de oscuros presagios la imaginación de los novelistas desde la aparición misma del género. En el artículo, además de elaborar un listado de los ingredientes necesarios para construir una novela de éxito (otro argumento clásico), Bennet afirma que ningún autor contemporáneo ha desarrollado notable dominio sobre el arte de la novela… ni siquiera alguien con el talento de Virginia Woolf:

“I think that we have today a number of young novelists who display all manner of good qualities—originality of view, ingenuity of presentment, sound commonsense, and even style. But they appear to me to be interested more in details than in the full creation of their individual characters. They are so busy with states of society as to half-forget that any society consists of individuals; and they attach too much weight to cleverness, which is perhaps the lowest of all artistic qualities. I have seldom read a cleverer book than Virginia Woolf’s Jacob’s Room, a novel which has made a great stir in a small world. It is packed and bursting with originality, and it is exquisitely written. But the characters do not vitally survive in the mind, because the author has been obsessed by details of originality and cleverness. I regard this book as characteristic of the new novelists who have recently gained the attention of the alert and the curious; and I admit that for myself I cannot yet descry any coming big novelists.”

La actitud de ambos en el debate resulta notablemente distinta: más agresiva la de V. Woolf; distante, a veces con un tono paternalista, la de Bennett. Las actitudes propias del campeón y la aspirante, con toda probabilidad (la historia ha hecho de las suyas para mover el escalafón, situando a Virginia varios escalones por encima del maestro de the Potteries; pero la escalera no para de moverse: ¿cuál será la situación dentro de, digamos, un par de siglos?)

Veamos, por ejemplo, la reseña de Al faro, escrita por Bennett y publicada en el Evening Standard del 23 de junio de 1927:

“Debo afirmar, a pesar de mis notorias reservas en lo concerniente a Virginia Woolf, que la más original de sus obras es Al faro. De las que conozco, es la mejor de sus novelas. Su caracterización de personajes ha mejorado. Mrs. Ramsay constituye casi una persona al completo. Desafortunadamente, va y se muere, y su muerte parte el libro en dos. […] Mucho he oído acerca de las maravillas del estilo de Mrs. Woolf. A veces descubre un símil realmente brillante. El estilo de sus frases es fastidiosamente monótono, y la distancia entre sujeto y verbo aumenta de manera constante y sostenida…”

Un cumplido y, después, un azote en el trasero; dejando de lado la mala leche implícita al afirmar que es la mejor de sus novelas “de las que conoce”, como si no las hubiese leído todas…

Y, sin embargo, sentían aprecio el uno por el otro. “Virginia es una persona que está bien; los otros invitados contenían la respiración para oírnos conversar.”  Bennett escribía esto en su diario después de una cena a la que V. Woolf también había asistido; enterada ésta de los comentarios de Bennett a otros invitados, en el mismo sentido (“Virginia está bien”) respondió con el orgullo de la alumna que recibe la aprobación del maestro: “Haré que graben eso en mi lápida.”

Pero la mayor prueba de aprecio la escribiría Virginia en una entrada de su Diario, con fecha 28 de marzo de 1931, lamentando la muerte del escritor:

“Arnold Bennett murió anoche; lo cual me ha dejado más triste de lo que hubiera supuesto. Un hombre amable y auténtico; limitado, un tanto torpe en el vivir; con buenas intenciones; grandote; cariñoso; rudo; sabedor de su rudeza; oscuramente desorientado y en busca de otras cosas; atosigado de éxito; herido en sus sentimientos; ávido; de palabra premiosa; intolerablemente prosaico; con cierta dignidad; entregado a la literatura; pero siempre estafado, engañado por el esplendor y por el éxito; aunque ingenuo; un viejo latoso; un egotista; muy a merced de la vida, a pesar de su competencia; una visión de la literatura propia de tendero; aunque dominando sus rudimentos, cubiertos de grasa y de prosperidad y por el deseo de horribles muebles Imperio; con sensibilidad. Cierta capacidad de verdadera comprensión, así como un gigantesco poder de absorción. Estas son las ideas que se me ocurren a arrebatos y sacudidas, mientras esta mañana estoy ahí sentada haciendo periodismo; recuerdo su firme decisión de escribir mil palabras todos los días […] Es extraño observar cuánto lamenta una la desaparición de una persona que causaba la impresión, tal como he dicho, de ser auténtica; que estaba en directo contacto con la vida, por cuanto me trató mal; y casi deseo que pudiera seguir tratándome mal; y yo tratándole mal. Un elemento de la vida –incluso de la mía, tan remota- que nos ha sido arrancado. Esto es lo que más importa.”

Una (tardía) muestra de cariño y un retrato valioso de nuestro querido Bennett, sin duda.

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